viernes, 11 de enero de 2013

NIÑATOS CRIMINALES (II): EL muro de goma



En la primera parte se comentaban los perversos efectos de una cierta pedagogía hoy dominante. Pedagogía nefasta que está perfectamente retratada en una cierta corriente de ideas, que podemos llamar extremismo permisivista y está más difundida de lo que parece. La doctrina es que hay que dejar a los niños hacer lo que les dé la real gana, no ponerles ningún límite y mucho menos castigarles, porque ellos al final se autoregulan y llegan a comprender lo que es mejor para ellos de manera autónoma. Ideas resumidas a la perfección en este artículo


Ciertamente esta doctrina es muy cómoda para un cierto tipo de padres negligentes, que juegan tiernamente con los niños cuando son pequeños, bonitos y parecen mascotas humanas, pero cuando crecen y la cosa se vuelve complicada prefieren pasar de ellos abandonándolos a sí mismos.

Seguro que había aprendido a autorregularse perfectamente, por ejemplo, el angelito del que se habló en la primera parte, que en un acceso de rabia atacó con un hacha a su madre cuando le apagó el wifi. Cabe por lo menos la sospecha de que los padres partidarios de la autorregulación en realidad están tan acojonados por los monstruitos que han criado que ya no se atreven a decirles nada.

Imagino que también habrá que dejar que se inicien a la droga porque se autorregulan solos; que vayan con pandilleros, que las niñas de doce años vayan vestidas como putas y se comporten realmente como tales. Que estén todo el día enganchados a los juegos o a internet o a cualquier cosa. Al final, esta gente piensa, ellos solos serán capaces de autorregularse.

Como si las drogas, la comida basura, la publicidad (especialmente la dirigida a la infancia) no estuvieran diseñadas científicamente por siniestros expertos, bien pagados para encontrar maneras de anular la voluntad y dominarla, para impedir precisamente que las personas se autorregulen. Lo consiguen ciertamente con los adultos –de otra manera no se gastarían sumas enormes en publicidad- así que podemos imaginar lo que hacen con los niños.

Es cierto que hay casos excepcionales de personas que de manera natural tienen suficiente voluntad y criterio, ya desde la infancia, pero la mayoría no y necesitan ser protegidos de toda esta mierda, de los peligros y las trampas, de la gentuza, necesitan ser guiados y adquirir gradualmente la libertad.

Libertad que, contrariamente a una mentalidad superficial y facilona, no es jamás un derecho sino una conquista, algo que se paga con la moneda de la responsabilidad, con el crecimiento del carácter y la personalidad, con el superamiento de la infancia y después de la adolescencia. Todo esto es difícil, pero como todo se paga de una u otra manera, si no se paga ese precio por la libertad, en nombre de una doctrina perversa que quiere evitar las dificultades y las asperezas, se paga en cambio el precio de no tener jamás libertad real y ser siempre manipulado por alguien.

Abandonar a los niños y los adolescentes a sí mismos es traicionarles y fallarles en el momento más crítico en que nos necesitan.

Pero no es sólo que muchos padres no quieran educar a los hijos, es que la justicia a menudo se opone a ellos y no les permite educar. Leyes demenciales escritas por iluminados, aplicadas por jueces igualmente iluminados, gente que no ha salido del prohibido prohibir y de la rebelión adolescente, llegados al Parlamento y a la Justicia hacen lo que pueden para impedir a los padres educar y quitarles su autoridad.




Pero es importante comprender que no es sólo desidia y negligencia, ni simple estupidez por parte de legisladores y jueces. Que también es esto, pero en el fondo se trata de la ideología que respiramos por todas partes y que rechaza fanáticamente toda forma de autoridad. En particular la de los padres sobre los hijos, y como consecuencia inevitable autoridad y autocontrol de las personas sobre sí mismas, porque una cosa va con  la otra.

Una ideología de la putrefacción que se inspira a un ideal decadente propio de una pedagogía decadente, que odia la fortaleza del carácter y todo lo que tenga una forma definida, y en cambio ama una figura humana deshecha y amorfa. Una doctrina que representa una exaltación del individualismo y del capricho en una edad en la cual esto puede llevar sólo al caos interior, a una personalidad informe e incapaz de controlar los propios impulsos.

Las ideas buenistas y progresistas están fallando clamorosamente. No sólo en el sentido de que existen naturalezas violentas y hay que asumir que ciertas personas no pueden estar en la sociedad. También en el sentido de que la pedagogía moderna fracasa en la eliminación de una violencia que no se puede eliminar y que en cambio hay que aprender a gestionar, no negándola sino dominándola.

La cosa no termina aquí, sin embargo, y las perversas consecuencias de esta manera de ver las cosas se ramifican. Puesto que los chavales nunca aprenden a controlarse y a dominar su vitalidad, y de todos modos tienen que vivir en sociedad, hay que reducir esta vitalidad al mínimo. Es necesario lobotomizarles para que no haya nada que controlar, convertirlos en pequeños zombies a base de aturdirlos con palabras, con indigestiones de buenismo y de sermones, de consumismo y de entretenimiento. Y si no basta están siempre las drogas psicotrópicas cuando se vuelven de verdad incontrolables, con buen negocio de quien les vende los fármacos y les trata.

Pero los impulsos vitales no se dejan domesticar así como así, no entran en los raíles de un moralismo y racionalismo mediocres y castrantes. Tenemos dentro, muy especialmente en ciertas edades, un deseo irreprimible de crecer y de ponernos a prueba a nosotros mismos, de encontrar nuestros límites, dentro y fuera de nosotros. Un impulso vital y diría instintivo que tiene la misión de formarnos a traves de esos límites y precisamente en la lucha contra éstos. Sólo así podremos saber quiénes somos realmente, crecer de manera que vayamos forjando un carácter y una forma precisa.

Necesitamos en definitiva medir nuestras fuerzas, y para esto es indispensable que algo sólido se nos oponga, algo contra lo que empujar. En resumen necesitamos los límites y la autoridad, aunque sea para entrar en conflicto con ellos, porque exactamente esto es lo que nos permite crecer.

Jamás esto será posible con el muro de goma buenista y mediocre de la pedagogía moderna, enemiga de límites, traumas y autoridad pero que al mismo tiempo nos quiere sin vitalidad, para que seamos un rebaño obediente y que no nos salgamos del cercado que, de todas maneras, nos construye alrededor.

Cuando no encontramos los límites y la autoridad que necesitamos para satisfacer esta necesidad vital básica, si nos los niegan y en su lugar encontramos sólo el muro de goma, los buscamos transgrediendo.

Si papá no nos da un bofetón cuando le hablamos mal, entonces le damos una patada en las espinillas o le mordemos para que nos lo dé. Permitirles todo a los niños o a los chavales no les hace crecer mejor y más felices; muy al contrario les hace buscar eso mismo que les estamos negando y lo piden, a su manera, buscando esos límites en la transgresión. Quieren llegar al punto en que finalmente encuentren resistencia y alguien les diga “hasta aquí hemos llegado”. Aunque sea para rebelarse y protestar.

Pero nunca lo encuentran. Algunos, finalmente, llegan a ese punto cometiendo un crimen; entonces el bofetón que tenían que haberles dado en su momento los padres se lo da la sociedad y la justicia. Pero entonces ya se ha llegado demasiado lejos y ya es demasiado tarde.

No es por tanto –o no solamente- un problema de educar en valores, expresión por lo demás bastante siniestra si tenemos en cuenta el contenido miserable de los “valores” dominantes hoy en día. Pero aunque fueran otros más sanos, el núcleo de la cuestión no es tanto el contenido de los valores como el problema de la formación interior. Sólo una personalidad bien formada puede albergar valores fuertes y válidos. De otra manera cualesquiera valores, por positivos que sean, se derramarán a las primeras de cambio fuera de una personalidad porosa y sin forma que es incapaz de contenerlos.

Los niños y chavales víctimas de la pedagogía que hoy domina están condenados a no saber nunca quiénes son, porque no han podido nunca medirse consigo mismos; les han puesto delante un muro de goma que ha cedido a sus caprichos, y están condenados a vagar melancólicamente, tristemente, en la búsqueda de una transgresión que jamás podrá satisfacerles.

Hay quien de frente a esta frustración hace uso de una u otra de las drogas que ofrece nuestra sociedad, químicas, electrónicas, consumistas, para hacer soportable la vida.

Y hay también quienes terminan por transgredir en la criminalidad esperando, finalmente, encontrar un límite preciso y no un muro de goma.

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