martes, 7 de junio de 2011

HIROO ONODA (I): El último soldado del Sol Levante

En esta entrada y la siguiente vamos a dejar por un momento lo cotidiano para dar un buen salto y recordar la notable historia de Hiroo Onoda.

Fue éste casi el último soldado japonés dela Segunda Guerra Mundial en rendirse. Cuando terminó la guerra en agosto del 1945 con la derrota de Japón frente a los Estados Unidos, un cierto número de soldados japoneses que habían quedado aislados en remotas islas tropicales no se rindieron y siguieron combatiendo durante meses o años. Incapaces de creer que la guerra había terminado y ateniéndose estrictamente a las órdenes que habían recibido ante la falta de comunicación con sus superiores y con la patria.

La mayoría se fueron entregando y volviendo a su país en los años inmediatamente sucesivos al 1945, pero Hiroo Onoda continuó durante años y años combatiendo su guerra en la pequeña isla filipina de Lubang, inicialmente con otros tres soldados. Con el tiempo fue perdiendo a sus compañeros y finalmente se rindió en 1974, veintinueve años después de la capitulación de Japón. No fue estrictamente el último soldado en rendirse pues Teruo Nakamura lo hizo siete meses después. Sin embargo este último no tuvo tanta resonancia ni dejó escrita su aventura.

Tras su vuelta a Japón Hiroo Onoda se convirtió en una celebridad y escribió un libro autobiográfico bastante entretenido: “No Surrender: My Thirty-Year War”. En este libro relata los particulares de su vida en la jungla, cómo se las arreglaba para sobrevivir y esconderse de los habitantes y de la policía filipina, que nunca consiguió capturarlo.

Nació en el 1922 y todavía vive. Fue un chaval sustancialmente sano y algo calavera (para la época y el país) durante el poco tiempo que tuvo para serlo antes de ser llamado a filas en el 1943. Asignado a una unidad que se ocupaba de guerra de guerrillas, misiones de inteligencia militar y sabotaje, recibió un adiestramiento especial en el que se hacía hincapié no tanto en la obediencia ciega y el sacrificio sino en la iniciativa y el criterio individuales. Además se le ordenó permanecer con vida y se le prohibió específicamente suicidarse o combatir de manera suicida.


Fue enviado en 1944 a la minúscula isla filipina de Lubang (20 km de longitud) frente a la bahía de Manila, cubierta de jungla tropical y con un puñado de habitantes dispersos en una decena de minúsculos poblados. Esta sería su casa durante los siguientes treinta años. Los americanos desembarcaron en la isla en 1945 y tras una breve lucha casi todos los soldados japoneses de guarnición fueron muertos o hechos prisioneros. Pero Onoda y otros tres compañeros bajo su mando se escondieron en la jungla para continuar su misión. Cuando la guerra terminó y les lanzaron octavillas para que se rindieran no lo creyeron, pensando que se trataba de maniobras del enemigo para engañarles.

Durante los siguientes años fue perdiendo a sus compañeros. En 1949 uno de ellos se rindió y volvió a Japón: En 1956 otro fue muerto en un tiroteo y en 1972 el último murió también en un conflicto con la policía filipina. Finalmente, en 1974 conoció a un extravagante turista japonés que acampaba en la isla y se hicieron amigos. El turista no consiguió convencerle completamente de que la guerra habia terminado y fue necesario que volviera a Lubang con el antiguo comandante de Onoda, que le leyó las últimas órdenes de su vida militar que le intimaban la rendición. Sólo entonces terminó la guerra para el soldado Onoda.


Hay que puntualizar, para evitar caer en explicaciones demasiado fáciles y superficiales de este notable caso humano, que Onoda no sufría ningún trastorno psicológico: los médicos que le visitaron tras su vuelta a Japón afirmaron que su salud física y mental era superior a la del ciudadano medio japonés de su edad, y tras su regreso ha llevado una vida tranquila y serena.

Estos hombres llevaron por decenios una vida aislada y por así decir silvestre que fue posible sólo debido a las circunstancias muy particulares en que se encontraron. Una vida de adaptación total a su ambiente y en la que hubieron de resolver con notable ingenio problemas de supervivencia y adaptación a un medio hostil, con la constante preocupación de no ser localizados y capturados.

Sin embargo no fue una vida animalesca ni salvaje. Conservaron en todo momento un fuerte sentido del deber y de la disciplina personal sin desmoronarse ni regredir hacia la animalidad. Seguramente en esto fue importante la conciencia de tener una misión que cumplir y la fidelidad absoluta a la imagen que tenían de sí mismos como soldados del imperio japonés. En la práctica no combatieron casi nada  pero su rígido sentido del deber les mantenía fieles a la tarea que se les había encomendado y que ya no tenía sentido porque pertenecía a un mundo que había concluido en 1945.

En resumen nunca fueron parte de la naturaleza como en un “Libro de la Selva” del siglo XX, sino seres humanos que mantenían su condición y la distancia respecto a ella, aunque llegaron a estar tan perfectamente adaptados como cualquier especie animal. Onoda por lo demás cuando volvió a la civilización tampoco tuvo particulares problemas y supo acomodarse a la vida en la sociedad. Una sociedad de la que deploraba muchos aspectos de su la evolución posterior a la derrota militar, pero esto no tiene nada que ver con un problema de adaptación tras la vida en la selva.

Tras su vuelta a Japón se convirtió casi a su pesar en una celebridad, y se fue a vivir durante un tiempo a Brasil, trabajando en una granja donde su hermano criaba animales, y contrajo matrimonio. Deplorando la decadencia y el olvido de los valores tradicionales en Japón, fundó una serie de campos educativos para jóvenes,  “Onoda Nature School”, demostrando que aún tenía fuerzas y deseo de trabajar para su país.

El libro que ha escrito es lúcido si bien a menudo casi desesperante –por lo menos para mí- en su ilustración de los mecanismos psicológicos, a veces increíbles, por los cuales Onoda y sus compañeros se obstinaban en negar las evidencias que a pesar de todo les llegaban del exterior y convencerse a sí mismos de que la guerra continuaba. Esta es una parte particularmente interesante del relato.

En el período inmediatamente sucesivo a la guerra quizá podía tener un sentido negarse a creer que ésta había terminado y considerar como engaños del enemigo los intentos que se hicieron para convencerles, con octavillas lanzadas desde aviones y mensajes dejados en la jungla, que leyeron pero sin darles crédito. Ciertamente es necesario un sentido del deber extremo y también ser bastante testarudo, pero es algo concebible en la óptica de un desapego total hacia la propia persona y una dedicación completa a la propia misión, algo que para un oriental no es difícil de comprender y que es simplemente lo que se exigía a todo soldado nipón.

Lo que desafía toda lógica, incluso desde el punto de vista de los orientales, es la obstinación con la cual Onoda y sus compañeros continuaron año tras año a vivir escondidos en la jungla, manteniendo viva en su mente una guerra que ya había terminado, durante un increíble período de treinta años. Durante ese tiempo se intentó capturarlos sin éxito, desde Japón se enviaron algunas expediciones para encontrarlos y convencerles de que la guerra había terminado. Alguna vez conocidos o familiares intentaron ponerse en contacto con ellos para que volviesen a casa pero no hubo manera…incluso una radio cayó en sus manos en un cierto momento y les permitió ocasionalmente escuchar noticias y programas varios.

Obstinadamente negaban la realidad y se convencían a sí mismos de la manera más retorcida de que todos los intentos que se hacían para convencerles de que la guerra había terminado eran o podían ser engaños del enemigo para que se entregaran y finalmente capturarlos.

Es posible que el mecanismo profundo que actuaba en ellos fuese un deseo de mantener el modo de vida que se habían construido y que no querían abandonar. Después de los primeros años, su vida estaba allí en la isla y no en otra parte, una vida clandestina a la cual se habían adaptado perfectamente y cuya razón de ser era solamente la guerra y la misión que debían cumplir.

Ellos de alguna manera no querían que la guerra terminase: hay que leer en detalle la manera en que interpretaban tendenciosamente todas las informaciones que les llegaban, cómo a menudo se agarraban a un clavo ardiendo con tal de no ver la realidad, para darse cuenta de que en realidad no querían verla, porque habría derribado los fundamentos y la razón de ser de lo que había sido su vida durante años y años, la habría hecho aparecer totalmente carente de sentido y significado.

Hasta aquí esta notable y curiosa historia. Considero que es interesante por sí misma pero además nos puede sugerir algunas reflexiones. Este será el tema de la entrada de mañana.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Jamás había sabido nada de la historia de ese tipo.

Esto me recuerda al eterno debate de si recibimos señales inexplicables o tan solo creemos verlas.